Esta es una entrada que escribió un amigo en su blog hace años y que está ya cerrado. En su momento me cautivó por su mensaje y he decidido recuperarla, así como mi respuesta. Espero que guste:
"Este es un homenaje sencillo a
un entrenador con mayúsculas pero, sobretodo una gran persona y mejor amigo.
Omitiré su nombre por si le importuna.
Los segundos pasaban, veinticuatro,
veintitrés, veintidós… miraba a sus compañeras y les pedía que se movieran.
Como una estrella fugaz pasaron por su mente todos los momentos que le habían
llevado a ser la “jugadora” del equipo que luchaba por el todo o la nada.
Empezó jugar con siete años en la escuela de
su colegio. Había pasado por todas las categorías. Y fue la niña consentida de
todos los entrenadores.
Estaba acostumbrada a jugar treinta y
cinco minutos. Hasta que se encontró con él. Fue en septiembre. No se cayeron
bien. Ella sabía que era una de las mejores pero, a él no le bastaba.
El le pedía que cada ejercicio fuera
perfecto.
El primer partido sólo jugó un cuarto.
¿Cómo podía ser?
Poco a poco comprendió que el primero
en exigirse era él, que el primero en sacrificarse era él, porque su equipo y
el baloncesto eran su vida.
Se dio cuenta de que tras ese carácter
seco, aparentemente, se escondía una persona apasionada, justa. También
descubrió un gran técnico, capaz de manejar al complicado grupo y de tener, en
cada partido, un as en la manga; ya fuera para ganar el salto inicial o una
jugada de fondo para meter la canasta ganadora.
Decidió cambiar. No faltó a entrenar y
en caso de retrasarse, avisaba.
Se entregó en cada ejercicio. Corrió
hasta sentir ganas de vomitar. Ejecutó cada movimiento como si fuera una
primera bailarina.
Quien viera entrenar al equipo podría
observar como al entrenador le asomaba un esbozo de sonrisa y como los dos se
cruzaban miradas cómplices.
Marcó la jugada recibió un bloqueó y
tiró. La suerte estaba echada. Y, ella, había elegido quien quería ser."